martes, 3 de noviembre de 2009

Abrazo tanguero

Me agarró del brazo y quería arrastrarme a la pista. Le dije que no, pero parecía no escucharme, ni a mí ni a la música que empezaba a sonar. La pareja de al lado nos miraba sorprendida: en la milonga todas las personas suelen lanzarse a bailar sin pensarlo; para eso están allí, supuestamente.

Se notaba que él nunca había tomado clases de tango, que no tenía práctica o, al menos, que poco, casi nada me atrevería a decir, había pensado el acto en sí de la danza. Tal vez tenga razón un amigo que en varias ocasiones me ha dicho que suelo darle vueltas a las cosas, pero es algo que no puedo evitar, debe ser una especie de búsqueda más amplia. Y sobre el tango y su ritual conversando alguna vez con otra amiga nos detuvimos en su esencia: el abrazo.

El abrazo de los tangueros es El Abrazo. Mi pareja me toma de la cintura, con firmeza, pero sin apretarme; yo lo agarro de la espalda, que se note mi mano, pero que no ejerza presión. Si su forma de abrazarme es demasiado brusca, llegará en breve el momento en que yo me pareceré más a una bolsa suspendida en el aire que él carga, que a su compañera de baile. Si yo no ofrezco resistencia, él baila solo, aunque yo esté con él. Y si decido resistirme a su fuerza que no cesa, el baile se convierte en una lucha y pierde todo su encanto.

Eso fue lo que finalmente ocurrió aquella noche, cuando luego de la insistencia de aquel caballero acepté acompañarlo en una canción. “Dejá que yo te llevo”, me dijo. Y se lo veía más que seguro en su sentencia. Me agarró de la cintura, parecía que quería fundirme contra sus costillas. Sus piernas estaban tan pegadas a las mías que no me quedaba más remedio que moverme hacia donde ellas me llevaban. Y pasaban los segundos y su mano izquierda se hundía cada vez más en mi carne mientras que la otra en alto me bloqueaba los dedos y mis piernas que no podían bailar y el calor se hacía insoportable… no podía respirar. Se me ocurrían formas de salir de esa dictadura musical; podría haberle dado un rodillazo, o con la cabeza, pero no quería mostrar mi lado bárbaro. Aunque confieso que mucho me hubiese gustado. Aunque confieso que el golpe hubiese sido demasiado intenso, porque se hubiese llevado en ese rodillazo o en ese cabezazo el que se merecía cada uno de los pasados compañeros de tango que no sabían bailar, igual que él. Lo sabía yo. Y fue mejor así: cuando terminó la canción, le dije que el abrazo del tango nada tiene que ver con una dictadura. Y al final me deschavé, porque se lo dije a él, pero también se lo estaba diciendo a los antiguos bailarines que me abrazaron y casi me quitaron el aire.

Sigo yendo a las milongas, pero no bailo con cualquiera. Ahora lo hago con esos que abrazan sin quitar pulmones. ¡Y qué hermosos firuletes que nos marcamos!





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