El día 20 de octubre me levanté a las 5:30 de la mañana. El día anterior había preparado mis cosas para el viaje, así que sólo tenía que ducharme y salir.
El tren me llevó hasta Alcalá de Henares. Allí desayuné en la estación y luego tomé el autobús hasta un pequeño lugar, llamado Alovera, hasta entonces desconocido para mí. Le pregunté al conductor por la plaza más importante o algún sitio de referencia, pero, por lo visto, el señor tenía mutilado el discurso, así que fui mirando por la ventanilla y en cuanto vi cierto movimiento de gente me bajé. Llamé a Karim, que me estaba esperando, y me indicó cómo llegar al lugar donde junto a otras 30 personas había pasado la noche.
Me recibió con una sonrisa amiga de esas. Lo vi, otra vez, lleno de energía, con ganas de seguir andando. Y así lo hicimos luego del café con leche. Ese día tocaba llegar a Alcalá de Henares. No era mucha la distancia pero con la lluvia amenazando el camino tenía otro tono. Al llegar a la universidad los caminantes se enteran de que no podrían comer allí; sí ir a dormir ¡a las 11:30 de la noche! Pero como siempre ocurre en esta vida, al cerrarse esa puerta se abrió otra, y ya había un grupo de personas esperándonos en el centro de la ciudad. La lluvia ya nos acompañaba, así que antes de continuar con la marcha hubo reparto de bolsas grandes de basura para aquellos que no tenían capa para el agua. A un compañero se le ocurrió que ya estábamos listos para que nos cogieran y nos metieran a un contenedor. “No lo digas en voz muy alta”, le contestó otro, “a ver si a alguno se le ocurre convertir en decreto tu propuesta”.
El agua caló el calzado y los pies llegaron fríos a la plaza Cervantes. A Karim no se le borró la sonrisa en ningún momento. Su sonrisa, su puño en alto y su voz que gritaba libertad me hacían olvidar del agua fría. Cubierta con mi capa de plástico y con la cámara de fotos en la mano, en un momento pensé en si realmente nos damos cuenta de todo lo que nos perdemos cuando no salimos de casa, en todos los Karim que pululan las calles y que no somos capaces de escuchar.
Se me ocurrió que la historia de Karim era una historia de amor. Amor por sus ideales, amor por lo que hace, con toda la pasión puesta en cada acto, en cada frase compartida. Y pensé esto porque considero que el amor nada tiene que ver con lo que nos han enseñado: relaciones insanas de pseudo-posesión, de pseudo-control, ¡como si los sentimientos y las ganas propias pudiesen ser manejadas por otro! Karim vino a recordármelo.
Y la capa para la lluvia me recordó que por más que quieras protegerte de la lluvia, ella se las ingenia para mojarte. Porque no hay forma de esconderse de las emociones.
Gracias, Karim. Gracias, capa para la lluvia.
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